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23 abril, 2024

Vivir Bien

Muchos son llamados y pocos los escogidos

Evangelio según san Mateo: 22, 1-14
 
En aquel tiempo, volvió Jesús a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: "El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo. Mandó a sus criados que llamaran a los invitados, pero éstos no quisieron ir.

Envió de nuevo a otros criados que les dijeran: 'Tengo preparado el banquete; he hecho matar mis terneras y los otros animales gordos; todo está listo. Vengan a la boda'. Pero los invitados no hicieron caso. Uno se fue a su campo, otro a su negocio y los demás se les echaron encima a los criados, los insultaron y los mataron.

Entonces el rey se llenó de cólera y mandó sus tropas, que dieron muerte a aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad.

Luego les dijo a sus criados: 'La boda está preparada; pero los que habían sido invitados no fueron dignos.

Salgan, pues, a los cruces de los caminos y conviden al banquete de bodas a todos los que encuentren'. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala del banquete se llenó de convidados.

Cuando el rey entró a saludar a los convidados, vio entre ellos a un hombre que no iba vestido con traje de fiesta y le preguntó: 'Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?'. Aquel hombre se quedó callado. Entonces el rey dijo a los criados: 'Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y la desesperación'. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos".

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.
 
 
 OBISPO 
En un reino las bodas del rey son, sin duda, uno de los acontecimientos más festivos que pueden ocurrir. Por eso el Señor se vale de esta comparación, en más de una ocasión, para hacernos comprender de alguna manera las alegrías del Cielo. Alegría y abundancia de toda clase de bienes que se prolongan por muchos días. En el caso del Cielo por toda la eternidad.

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Estamos ante la promesa mayor que el Dios omnipotente nos hace, eso que colmará finalmente todos los deseos y anhelos del corazón humano. Es lo más que podemos decir de ese premio que el ojo no vio, ni el oído escuchó, ni el entendimiento humano puede imaginar. Y este rey invita a unos y otros, nos llama a todos a participar de esa gran fiesta.

Pero muchos rechazan su invitación, se justifican de mil maneras, no comprenden la grandeza del don que se les ofrece y lo cambian por unos placeres efímeros y vacíos. Luego se darán cuenta del mal negocio que han hecho, se lamentarán mirando sus manos vacías, cuando pudieron tenerlas llenas.

No seamos sordos a la invitación divina, no dejemos pasar ocasión alguna de aceptar lo que nos ofrece. Aunque por ello tengamos que privarnos de otra cosa, estemos persuadidos de que al final siempre saldremos ganando. Porque, además, el rechazo a esa invitación supone no sólo la privación de unos bienes excelentes, sino también el ser castigados con el padecimiento de unos males terribles. La parábola habla del incendio de sus ciudades. Luego se refiere también a las tinieblas exteriores, al llanto y al rechinar de dientes. Para siempre a oscuras, mientras que los de dentro, los que disfrutan del gran banquete del rey, gozan de la luz y la gloria.

Ellos reirán y cantarán cerca del Rey de reyes, vivirán por siempre la paz que sólo Dios puede dar. Los otros, los que no aceptaron la invitación de bodas, llorarán a lágrima viva, con un gemir desconsolado, con una desesperación que no tiene otro consuelo que la rabia y el coraje contra uno mismo, el apretar con fuerza los dientes, hasta hacerlos rechinar. El banquete real está todavía abierto para ti y para mí, para todo aquel que aún está vivo. Sí, mientras hay vida hay esperanza.

Dios nos invita otra vez, nos dice que todo está preparado. Respondamos que sí, confesemos humildemente nuestros pecados, revistiéndonos con la gracia del perdón divino, entremos en la sala del banquete, probemos en la Eucaristía cuán dulce y suave es el Señor. La imagen del banquete de bodas es usada con frecuencia en la Biblia. De hecho, hoy aparece en la primera lectura, en el Salmo y en el propio Evangelio. El Reino de Dios es como una gran boda, pero una boda de verdad. Para comenzar, a esta “boda” o “banquete” (hablamos del Reino de Dios) se viene con invitación. Y por lo tanto, es gratuita.

Somos invitados por el “Rey”, que es Dios, no por los méritos que hayamos hecho, sino por la generosidad del que nos invita. No hace falta entregar “sobre” a los novios, ni nada por el estilo. Simplemente hay que aceptar la invitación, cosa que no todos hacen (parece mentira, ¿eh? Con lo bien que “pinta” la cosa). La respuesta a la invitación ha de ser coherente. No basta solo con la invitación para poder entrar. Hace falta un “vestido” que esté a la altura de las circunstancias, que no desdiga del acontecimiento que estamos celebrando. Y es que este “banquete de bodas” al que nos invita Dios es para celebrar el Amor, en concreto, ese gran amor del que San Juan dice: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo…”. Por lo tanto, a este banquete hay que ir con el “vestido del amor”, que supone vivir cada día el gozo del amor. O lo que es lo mismo, que nuestra fe y nuestra vida vayan íntimamente unidas.

Seguimos con este verdadero “banquete de bodas” que es el Reino de Dios. Aquí no hay lista de invitados, porque todos están invitados, buenos y malos. “Vayan ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encuentren, convídenlos a la boda”. Todos son invitados por el “Rey”, porque Dios invita a todos a la fiesta de su amor, incluso a los que no esperan ser invitados porque no han hecho ningún mérito para ello. Hay unos invitados que son más “cercanos” al “Rey” y que se supone que van a participar, pero que rechazan la invitación. Sin embargo, aquellos más “alejados” la acogen con alegría.

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El “banquete”, por supuesto, es espléndidamente generoso: “Preparará el Señor… para todos los pueblos… un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares suculentos, vinos generosos”, dice el profeta Isaías en la primera lectura. El banquete es así de espléndido por la generosidad del que nos invita, que es Dios mismo, al que no podemos ganar en generosidad y que no escatima con nosotros, sus hijos, sus favoritos, especialmente si al banquete van los que están “en los cruces de los caminos”, los más pobres, los que no tienen ni reciben afecto alguno, y no tienen ni casa, ni trabajo. Porque por aquellos “caminos” a los que salieron a invitar no había otra clase de gente.

Y por último, en este “banquete de bodas” que es el Reino de Dios, Dios va a hacer algo espectacular, muy grande, a la altura de su amor y su generosidad. Dios “enjugará las lágrimas de todos los rostros”, porque “aniquilará la muerte para siempre”. Es un gran anuncio de esperanza y de paz para todas las personas. Es su gran acción, por amor a toda la humanidad. Es un banquete donde no habrá más llanto, ni luto, ni dolor, sino paz y alegría eternas. Es el gran gesto de nuestro Dios, infinitamente generoso y que nos ama con locura.

Dos aspectos a tener en cuenta. El primero sería si estamos dispuestos a acoger esta invitación que nos hace Dios. La respuesta parece que es que sí, porque estamos aquí, pero podríamos preguntarnos también que es lo que nos mueve a venir a este “banquete”. ¿Es el gozo del amor? ¿O es la rutina, la inercia, la costumbre, la obligación…? El segundo aspecto a tener en cuenta sería ver si estamos dispuestos a vivir en consonancia con lo que aquí estamos celebrando, es decir, si nuestro “traje de fiesta” es el adecuado para estar aquí, si la fe que aquí compartimos y celebramos la llevamos también a nuestra vida de cada día.

Son dos cuestiones a las que nos invita a reflexionar hoy la Palabra de Dios. De momento, la Mesa de la Eucaristía nos acerca un poco a ese banquete y nos ayuda a vivir la vida “alrededor de la Mesa”.

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